domingo, 2 de marzo de 2014

Carta de Domingo

Como cada Domingo por la noche, cogió su ordenador dispuesto a escribirte todo lo que nunca llegó a contarte. Tampoco tenía muy claro qué es lo que te quería decir, pero, aún así, cogió aire profundamente y dejó que sus manos volasen sobre el teclado, un teclado testigo de cientos de secretos, de pensamientos que nunca llegaron a ser reconocidos, porque cuando admites lo que tienes en la cabeza se convierte en algo un poco más real, y estaba cansado de hacer que en su cuerpo florezcan amores imposibles.

Sin embargo, sabía que tampoco podría huir eternamente de lo que sentía. Vivía enganchado a ti, como la mayor de sus drogas, como si fueras el ancla que le impidiese seguir avanzando. Pero tal vez no quisiera ir a ninguna parte, tal vez sólo quisiera estar contigo, pero no tuviera el valor a decírtelo.

Valor, qué curiosa palabra. El valor puede entenderse como la importancia que le atribuimos a los elementos así como la valentía que nos hace luchar por ellos. No obstante, él no sabía luchar por lo que realmente valía la pena. Siempre le faltó valor, nunca valió mucho y jamás supo qué hacer para ser valiente contigo, para buscarte en el desayuno de los lunes y no abandonarte hasta el octavo día de la semana.

Pero puedo prometerte que intentó todo lo que pudo por conseguirte. Siempre quiso regalarte su tiempo, una de las pocas cosas que podía ofrecerte. Nunca quiso hacerte daño, aunque él sufrió cada momento no compartido contigo, cada palabra que nunca te dijo, cada beso que depositaste en otros labios mientras a él le desgarraba saber que le veías como "un gran amigo", pues la amistad que más duele es la que no es correspondida, y lo que sintió por ti siempre fue inversamente proporcional a la amistad que le habías cedido: por cada mirada, por ti produjo cien suspiros, por cada mensaje, mil deseos de tenerte cerca, y por cada café compartido, un millón de sueños en los que te llevaba el desayuno a la cama.

Por eso buscó cualquier forma de aferrarse a ti. Cada día estaba más convencido de que no sería capaz de conseguir el oro, de convertirse en el motivo por el que despiertes cada mañana. Sin embargo, la medalla de latón se convertía en su mayor tesoro si tú se la entregabas, si le recordaba que, de algún modo, sabías que existía y, en la playa de los sentimientos correspondidos, al menos le entregabas un grano de arena en forma de amistad, de palabra amable que le animase a seguir sonriendo.

Aún así, me gustaría decirte algo. Los sentimientos son tan cambiantes como el propio ser humano. Un día conoces a alguien en un pasillo y poco tiempo después se convierte en alguien especial. Se empieza compartiendo un boli y se acaba compartiendo el resto de la vida. Nunca sabremos realmente lo que deparan nuestras emociones, y tampoco debemos cerrarnos a ellas. Por tanto, si alguna vez se convierte en alguien especial para ti, házselo saber, demuestra que se pueden crear líneas rectas entre dos corazones, y conecta su alma al puzzle de vuestra existencia. Así, él no volverá a escribirte cada Domingo imaginando que algún día no tendrá nada que ocultarte.


Siempre serás un motivo para creer en imposibles.


Flautista.

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