De camino al autobús decidió escuchar algo de música, y su teléfono le regaló unos nocturnos para piano que le hicieron escapar de la jungla de bocinas que le rodeaban. Era la delicadeza de Chopin la que le hacía encontrar algo de calidez en el invierno, y por eso siguió caminando con pasos en do sostenido menor.
Casi sin darse cuenta subió al autobús con pasos mecánicos, como un autómata renacentista que se mueve generando la ilusión de estar vivo. El traqueteo del vehículo le recordaba la inestabilidad imperante en su existencia. Como un náufrago buscaba algún punto de apoyo, y siempre que creía haberlo encontrado llegaba una curva que le robaba sus ilusiones. Aún así, no debía caerse, pues esto le recordaría que siempre se puede estar peor.
La lluvia volvió a arroparle al abandonar el bus, y decidió acompañarle durante unos minutos en los que bañaba los jardines del vecindario. Estos jardines, bajo la lluvia, parecían disfrutar de una naturaleza que les comprendía, y siempre pensó que esa sensación es la que conectaba todo, la comprensión de un vínculo que acabaría floreciendo como la mejor de las primaveras.
En la tienda de la esquina compró una botella de vino tinto y comenzó a pensar en la película que vería antes de dormir. Siempre le gustó el cine para evadir la realidad, para olvidar los golpes que el mundo le ofrecía y sentir que, por un momento, podría protagonizar esa historia que nunca se atrevió a vivir. Sin embargo, no contó con que la realidad siempre lleva ventaja, con que el destino mueve ficha primero y, tras colocar la llave en la cerradura, comenzó a girar la muñeca sin contar con que el día aún le daría otra bofetada.
Había llegado a casa pero una vez más allí no le esperaba nadie.
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