Aquel día quedaría grabado por siempre en su memoria.
Despertó sin ningún esfuerzo y salió al exterior. Allí pudo comprender que el día era maravilloso, por lo que merecía la pena sentarse a disfrutarlo.
Fue entonces, con el Sol a sus espadas, cuando logró valorar la vida que había tenido: una familia increíble, unos amigos maravillosos y un trabajo con el que había soñado desde pequeño. Había alcanzado todas sus metas y se sentía plenamente satisfecho por ello.
Por eso, mientras contemplaba la Tierra en el cielo, agarró unos guijarros y se echó a reír. Un problema en la nave le tenía aislado, sin combustible y sin forma de comunicarse con la estación espacial.
Fue entonces cuando recordó a su profesora de la infancia. «¡Espabila, que siempre estás en la Luna!». Ella nunca habría imaginado tener tanta razón, pero él comprendió que estaba donde debía, donde estuvo siempre y donde estaría para siempre.
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