«Si quieres volver a verla tendrás que hacer lo que yo te diga».
No podía creer que estuviera leyendo esa nota. Mientras la sostenía en sus temblorosas manos recordaba con qué incredulidad había visto esta situación en varias películas. Sin embargo, ahora su cuerpo estaba invadido por sudores fríos que le recordaban, entre entrecortadas respiraciones, que esta vez la cosa iba muy en serio.
Nadie podría ayudarle.
Sabía que, como pasa en las películas, pedir ayuda a una tercera persona sería peor. Quería llorar desconsoladamente, pero comprendió que no serviría de nada, que la única solución sería enfrentarse a sus miedos y hacer frente a la situación.
Por eso, llenó sus pulmones con una bocanada de aire, se tranquilizó y empezó a recoger su habitación. Sabía que, aunque le diera perea, tendría que obedecer a su madre y ordenar todo para que ella le devolviera la videoconsola.
viernes, 27 de octubre de 2017
miércoles, 25 de octubre de 2017
Memoria
Aquel día quedaría grabado por siempre en su memoria.
Despertó sin ningún esfuerzo y salió al exterior. Allí pudo comprender que el día era maravilloso, por lo que merecía la pena sentarse a disfrutarlo.
Fue entonces, con el Sol a sus espadas, cuando logró valorar la vida que había tenido: una familia increíble, unos amigos maravillosos y un trabajo con el que había soñado desde pequeño. Había alcanzado todas sus metas y se sentía plenamente satisfecho por ello.
Por eso, mientras contemplaba la Tierra en el cielo, agarró unos guijarros y se echó a reír. Un problema en la nave le tenía aislado, sin combustible y sin forma de comunicarse con la estación espacial.
Fue entonces cuando recordó a su profesora de la infancia. «¡Espabila, que siempre estás en la Luna!». Ella nunca habría imaginado tener tanta razón, pero él comprendió que estaba donde debía, donde estuvo siempre y donde estaría para siempre.
Despertó sin ningún esfuerzo y salió al exterior. Allí pudo comprender que el día era maravilloso, por lo que merecía la pena sentarse a disfrutarlo.
Fue entonces, con el Sol a sus espadas, cuando logró valorar la vida que había tenido: una familia increíble, unos amigos maravillosos y un trabajo con el que había soñado desde pequeño. Había alcanzado todas sus metas y se sentía plenamente satisfecho por ello.
Por eso, mientras contemplaba la Tierra en el cielo, agarró unos guijarros y se echó a reír. Un problema en la nave le tenía aislado, sin combustible y sin forma de comunicarse con la estación espacial.
Fue entonces cuando recordó a su profesora de la infancia. «¡Espabila, que siempre estás en la Luna!». Ella nunca habría imaginado tener tanta razón, pero él comprendió que estaba donde debía, donde estuvo siempre y donde estaría para siempre.
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