martes, 24 de enero de 2017

Beat's

Una vez más le tocó volver a casa andando porque sus despistes le habían pasado factura. Concretamente le pasarían la factura de la grúa, que se había vuelto a llevar su coche por aparcarlo donde no debía, pero llevaba poco tiempo en la ciudad y aún no conocía bien las zonas de aparcamiento.

De hecho, aún consideraba que la ciudad le quedaba grande, que era como una camiseta usada por otra persona que no logras que se adapte a tu cuerpo. Te tapa, sí, pero no te ofrece las comodidades que esperas porque sientes que no está hecha para ti, aunque te la pones si no tienes otra cosas.

Hacía algo de frío para ser verano, y eso animaba a caminar deprisa por calles que aún le resultaban desconocidas. La luz de las farolas parecía no querer ser su acompañante, y con la tenue timidez de una bombilla sin fuerza parecía vivir una batalla por no apagarse definitivamente bajo el cielo estrellado.

Sólo escuchaba el ruido de sus zapatos. Primero un pie y luego el otro, como había hecho toda su vida, como habían esperado que hiciera durante toda su vida. Querían que caminase, que diera los pasos que todo el mundo esperaba, pero nadie se había parado a preguntarle si esos pasos le permitirían avanzar en la dirección deseada.

Fue entonces cuando sus pasos fueron detenidos por un extraño acorde. Parecía el sonido de un piano, pero no sonaba cerca. Se percibía como si una pared lo amortiguase, como un animal que gruñe escondido en su madriguera. Pero después de ese acorde llegó otro, y otro más. Entraban en sus oídos pegando un portazo, llamando su atención y acelerando sus latidos, preludiando en su cerebro la orden de salir corriendo hacia su epicentro, hacia el origen que los producía.

Fue así como descubrió el Beat's, un rótulo de neón rojo que se mostraba sobre una pared de pintura negra. No tenía adornos, y el neón estaba medio roto. Sin embargo, al otro lado de la pared seguían sonando acordes, como si un animal enjaulado pelease por escapar a ritmo de jazz. La música era tan oscura como la pared que la protegía, y su llamada era tan fuerte que ya no tenía escapatoria.

En ese momento agarró la pesada puerta de hierro del club y se abrió paso bajo unas tenues luces rojas. La entrada, con forma de pasillo, arrastraba a los visitantes a un pasillo con unas escaleras que bajaba a un sótano, como si el corazón de la ciudad fuera el origen de esos sonidos.

Y fue al bajar las escaleras cuando se hizo la magia.

Allí, en un oscuro escenario situado junto a una barra, un piano de cola dominaba la sala con una progresión de acordes sobre las que una melodía se escapaba peleando por seguir viva. Unas manos galopaban sobre el teclado con escalas modales, con improvisaciones prohibidas y con una falta de verguenza que hacía que se sintiese obsceno todo aquel que las escuchaba.

Fue en ese momento cuando comprendió que su alma ya no era la misma, que algo había muerto escuchando a ese piano en el que unos dedos tomaban el control de unas teclas de forma tan pícara y seductora que sonrojaban a los oyentes.

Por eso, sabiendo que lo único que podía hacer era rendirse, se acercó a la barra, pidió un whisky on the rocks y se sentó a escuchar.

Sabía que llevaba poco tiempo en la ciudad, pero ya sabía que nunca más saldría de allí.

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