Ante el dolor de una flor que nació muerta
arrojé sal al jardín de mi vida.
Olvidé las caras de quienes fueron mi primavera,
arrojé al fuego las playas que llenamos de recuerdos
y no escuché las advertencias de aquellos que me dijeron
que no somos eternos y podemos morir sin dejar huella.
Volé alto y perdí los hilos,
perdí el juicio y también la partida
y ahora me escondo como un niño
fingiendo ser fuerte y llorando a escondidas.
Una parte de mí ahora florece maldita.
Ya ha pasado mucho tiempo desde que me lo dijeron:
«Te escondes bajo la capa, y el resto podrá verlo.
Pronto descubrirán la maldad que en ti habita.»
Sin embargo, entre ceniza y espinas
late un corazón que realmente no es de hielo,
como un metrónomo inútil recuerda lo que fue un buen tiempo
y ahora mide segundos de una vida que está vacía.
Por eso, vengo a gritar donde nadie me escucha
que a pesar de mis errores sentí un aprecio sincero,
que me pude equivocar y cada día lo lamento,
pero la justicia del tiempo a diario me decapita.
Pero nadie me oye, y llega el invierno.
El frío me roba el poco calor de mi vida.
Ya no hay luz, sopla el viento
y me atormenta un mundo que se me ha caído encima.
Por eso, escondido y a oscuras
voy lamiendo mis heridas como un animal perdido
mientras celebro el recuerdo de lo que logré haber vivido
aunque cayera en el olvido y en mí solo quede amargura.
Y ahora, como un fantasma
convivo con alguien que se apodera de mi cuerpo.
No soy yo, aún lo recuerdo,
pero no logro encontrarme en esta burda trampa.
Y ahora, como un fantasma
espero que sepáis lo que quise ofreceros.
Si hubierais seguido cerca os hubiera dado el cielo,
y ahora, entre mis dedos
gotea mi vida, se me escapa.
Siempre habrá un motivo para recordar qué es sentirse vivo.
Fantasma.
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