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Aún así, el soldado se alistó en el ejército, pero allí empeoró la cosa.
Mientras el resto de soldados se fortalecían, él siempre era visto como el mal ejemplo, como el que no podría ofrecer lo mismo que sus compañeros.
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Gracias a su armadura, el soldado comenzó a sentirse más cómodo al entrenar. Poco a poco ganó confianza en sí mismo, y llegó el día de la gran batalla.
Todo su reino estaba en juego. Sabía que esa batalla podría cambiar su vida, que debía poner toda la carne en el asador. Y el soldado no tuvo miedo, pues había hecho una lucha titánica contra sí mismo para poder estar a la altura.
Sin embargo, el soldado ese día olvidó la armadura en casa y, cuando menos lo esperaba, volvieron a llegar las flechas.
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Cuando quiso darse cuenta, las flechas ya estaban clavadas en su costado. Eran las flechas de siempre, familiares a su manera, pero esta vez fueron lanzadas desde otra dirección y el soldado no supo reaccionar. No notó cómo llegaban, no las esperó, pero poco a poco le desangraban hasta desplomarle en el suelo.
Fue ahí, en el punto más crítico de su historia, cuando el soldado comenzó a plantearse si realmente hizo bien en ir a la guerra, si era suficiente con su determinación al entrenar o si el éxito llegaba condicionado por muchos otros factores.
Y, según la leyenda, todavía sigue ahí el soldado, intentando descubrir si él es más fuerte que las flechas.
Flautista.